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1 de Febrero de 1928
Traducción de Lucinda Gutiérrez
En el discurso de Paul Valéry ante la Academia
Francesa, al suceder a Anatole France, hay un pasaje que describe el
panorama literario del París de su juventud. Existían distintos grupos,
dice, cada uno de ellos con políticas claras y definidas y encabezados
por un renombrado escritor o varios de ellos: Zola y los naturalistas;
Leconte de Lisle y los parnasionistas; Renan y Taine y los "idéologues";
Mallarmé y los simbolistas. Cada grupo sostenía firmemente sus
principios y se enfrentaban entre sí al defenderlos, inmersos en una
política literaria igual de emocionante e importante que el otro tipo de
política. El que cinco de los seguidores de Zola abandonaran su grupo
con motivo de la publicación de La Terre, fue profundamente
significativo y el primer ataque de una gran campaña. Valéry, en su
discurso de aceptación en la Academia, reivindicó los principios del
simbolismo —en una época, una minoría literaria— al hablar sobre la
trayectoria de su predecesor y líder de otro grupo, Anatole France. Este
fue otro hecho histórico que marcó el triunfo de una revolución. Los
escritores franceses más leídos en la actualidad —France, Gourmont,
Proust, Valéry, Gide—, alcanzaron la madurez intelectual en esta
atmósfera de debate y, por ello, despiertan en nosotros un interés
particular —el de la inteligencia totalmente consciente de las
implicaciones del quehacer del artista, es decir: de su
responsabilidad—, lo cual sucede muy rara vez en la literatura de habla
inglesa y actualmente quizá ya no exista de forma generalizada en ningún
sitio, salvo, en pequeña escala, en Dublín. Porque hay un idioma que
todos los escritores franceses, sin importar su tendencia, tienen en
común: el lenguaje de la crítica.
Al revisar el panorama literario actual en Estados Unidos, a primera
vista pareciera no poder estar más alejado de la claridad de las
posiciones políticas tan comunes en Francia. Pero un análisis más
riguroso revela sorpresivamente la presencia tanto de líderes capaces
como de grupos poderosos con puntos de vista más o menos explícitos y
que actúan de manera más o menos congruente con sus principios. En
primer lugar, está H.L. Mencken y su satélite George Jean Nathan, su
discípulo Sinclair Lewis y su semillero el Mercury. Después tenemos a
T.S. Eliot quien, a pesar de vivir en Inglaterra y ser ciudadano inglés,
ejerce una gran influencia en Norteamérica y siempre será considerado
por sus lectores como un escritor estadunidense. Podría decirse que
Mencken y Eliot reinan entre los estudiantes de las universidades de la
costa este. Cuando las revistas universitarias no suenan como el
Mercury, suenan como el Criterion de Eliot. También está el grupo de
escritores —sin unidad y prácticamente sin conciencia autocrítica— que
podrían llamarse neorrománticos, a cuya cabeza se encuentran Edna Millay
y Scott Fitzgerald con sus respectivos seguidores e imitadores y entre
cuyos precursores están Sara Teasdale, Joseph Hergesheimer y quizá
también James Branch Cabell. Otro grupo, más o menos organizado y con
una gran conciencia de sí mismo, es el de los escritores revolucionarios
sociales: John Dos Passos, John Howard Lawson, Michael Gold, etcétera.
Sus órganos son The New Masses y el Playwright’s Theater. Cabe mencionar
—aunque son una escuela más que un grupo— a los críticos
psicológico-sociológicos: Van Wyck Brooks, Lewis Mumford (a quien
considero discípulo de Brooks) y Joseph Wood Krutch, entre otros.
Entonces, de lo que carecemos en Estados Unidos no es de escritores
ni de grupos literarios, sino sencillamente de una crítica literaria
seria (la escuela de críticos que mencioné anteriormente, aunque tiene
ideas propias, no se ocupa demasiado de la obra o el pensamiento de los
escritores que aborda). Ciertamente, cada uno de estos grupos genera la
crítica suficiente como para justificar o explicar su labor, pero, en
general, me atrevería a afirmar que no se comunican entre sí y que sus
opiniones realmente no circulan. Resulta sorprendente que en Estados
Unidos, a pesar de la enorme producción de periodismo literario, la
atmósfera literaria sea un no-conductor de la crítica. Lo que realmente
sucede es que a los representantes de los distintos grupos les es
permitido intimidar a sus discípulos, ya sea ignorando a los otros
líderes o siendo despectivos y burlones. Desde el punto de vista de la
crítica literaria, H. L. Mencken y T. S. Eliot son las figuras más
sobresalientes. Sin embargo, hasta donde recuerdo, Mencken sólo se ha
ocupado de la obra de su mayor rival al incluirla en las listas de
ocurrencias bobas de actualidad del Mercury, al lado de fallos de jueces
y recetas de cocina rápida. Y Eliot, viviendo en Londres, no siente en
lo más mínimo la necesidad de ocuparse de Mencken. De manera similar,
George Jean Nathan se burla de las obras de teatro de Lawson y nunca ha
tomado en serio el movimiento que éste representa; lo único que ha hecho
The New Masses es mofarse ocasionalmente de Mencken y Van Wyck Brooks, a
pesar de ser atacado constantemente, jamás ha defendido su postura
(aunque Krutch sí ha aceptado algunos desafíos recientemente). Los
románticos también han sido atacados por los voceros de varios grupos
sin haber hecho ningún intento por responder al fuego. Además, resulta
desafortunado que la mayoría de nuestros escritores importantes
—Sherwood Anderson y Eugene O’Neill, por ejemplo— trabajen, como
aparentemente lo hacen, en el más absoluto aislamiento intelectual,
recibiendo del exterior muy pocas críticas inteligentes y sin
desarrollar, en esta labor solitaria, la capacidad para elaborarla ellos
mismos.
Ahora bien, no cabe la menor duda de que es imposible que un país de
lengua inglesa desarrolle una crítica literaria comparable a la
francesa que, como la cocina, es una de sus especialidades. Sin embargo,
al revisar la inmensa producción actual de periodismo crítico en Nueva
York, uno se pregunta por qué nuestras reseñas continúan siendo tan
pueriles. Los libros de historia generalmente son reseñados por
historiadores, los de física, por físicos; pero cuando aparece alguna
novedad literaria de novela o poesía, me da la impresión de que la
reseña es comisionada a cualquier persona bien intencionada —y no
necesariamente culta— que se limita a describir las emociones que la
lectura le suscitó. ¿Cuántas obras de literatura son oficialmente
discutidas y reseñadas en Nueva York por especialistas en la materia?
Desde la muerte de Stuart P. Sherman, quien era más bien mediocre, no ha
habido un solo crítico norteamericano que se haya ocupado de manera
constante y con autoridad de la literatura contemporánea. También me
pregunto cuál hubiera sido el efecto sobre Sinclair Lewis, por ejemplo, y
sobre el gran ejército de jóvenes seguidores de Mencken, de haber éste
recibido críticas vigorosas y a la altura de manera sistemática y
constante. Y qué efecto hubiera causado sobre aquella nueva camada de
poetas —que se volvieron prematuramente seniles en su intento por imitar
el "Gerontion" de Eliot—, el que una crítica tan inteligente como la
estupidez de las personas que ridiculizaron The Waste Land, se hubiera
burlado de esta nueva tendencia a tiempo. ¿No es cierto que los
paladines de la literatura proletaria merecen la dura polémica que su
apetito por la controversia pide a gritos? ¿Y que un crítico que
disfrutara del ingenio de Lawson y valorara su innovaciones técnicas
pudiera haber desalentado su descenso de lo sublime a lo trivial y su
mala retórica? Y qué de aquellos románticos contemporáneos, regados por
aquí y por allá, que desde la guerra han repetido las poses, la
filosofía y los métodos de la Europa de 1830: estancados, confundidos y
fuera de moda tan pronto cobraron fama, si su posición hubiera sido
analizada por algún crítico competente quizá habrían rectificado y
aplicado su brillante capacidad a la producción de algo más duradero.
Finalmente, con el advenimiento de una nueva generación, han sido
revaluados una serie de escritores de nuestra literatura del pasado que
el consenso general considera de primera: Emerson, Hawthorne, Thoreau,
Whitman, Melville, Poe, Stephen Crane y Henry James. Sin embargo, los
ensayos norteamericanos que los han abordado han sido, en su gran
mayoría, biográficos. Nos hemos esforzado por mostrar las debilidades de
estos eminentes escritores e indagar sobre sus neurosis, pero no hemos
logrado explicar por qué los consideramos tan importantes para nuestra
literatura. Ha sido muy desafortunada la ausencia de crítica que
revelara, por ejemplo, cómo Melville, Hawthorne y Poe, además de
convertirse en personas sumamente excéntricas, anticiparon a mediados
del siglo XIX el temperamento de la actualidad e idearon los métodos
para representarlo.
No deseo afirmar en lo absoluto que, salvo en los estratos más
bajos, la crítica puede hacer o deshacer creadores. Una obra de arte no
es un conjunto de ideas o un ejercicio de técnica, ni siquiera la
combinación de ambas. Pero creo firmemente que nuestra producción
literaria contemporánea se beneficiaría mucho con críticas genuinas que
manejaran ideas y nociones de arte y no se limitaran a revelarnos que al
reseñista "le encantó" el libro o que lo tiró por la ventana. En cierto
sentido, se podría decir que no existe un crítico literario de tiempo
completo, es decir, un gran escritor que se dedique exclusivamente a la
crítica: hay poetas, dramaturgos y novelistas que la ejercen como la
mayoría de los creadores franceses que he mencionado, así como
Coleridge, Dryden, Poe y Henry James; y hay historiadores como Renan,
Taine, Saint-Beuve, Leslie Stephen y Brandes cuya crítica literaria
forma parte de su producción histórica. En Estados Unidos, ningún tipo
de crítica ha sido realmente desarrollado y me temo que esto debe
tomarse como una señal de la condición rudimentaria de nuestra
literatura en general. Con demasiada frecuencia, los poetas, dramaturgos
y novelistas carecen de la cultura e inteligencia para brindarnos
reseñas que estén a la altura de las obras literarias, producto de la
experiencia y la imaginación de sus autores. En general podría decirse
que donde nuestros escritores de biografías e historia fallan es
precisamente en su incapacidad para abordar adecuadamente las obras
literarias.
* Edmund Wilson. (Red Bank, Nueva Jersey,
1895-Talcottville, Nueva York, 1972) Escritor y crítico literario.
Estudió en la Universidad de Princeton, e inició su carrera literaria
publicando artículos en el New York Evening Sun (1916-1917).
Posteriormente fue editor de Vanity Fair y de New Republic, y columnista
literario de New Yorker. Sus artículos contribuyeron a divulgar las
obras de los escritores de la generación perdida, particularmente las de
Ernest Hemingway y Scott Fitzgerald. Fueron muy influyentes sus obras
de crítica literaria El castillo de Axel (1931), Los triples pensadores
(1938), La herida y el arco (1941) y Sangre patriótica (1962). Es autor
también de ensayos de costumbres (Los nerviosismos americanos, 1932;
Biografía de una idea; Debido a los iroqueses, 1959) y de novelas y
relatos (Pensaba en Daisy, 1929; Recuerdos del condado de Ecate, 1946).
Wilson también fue un crítico declarado de la política de los EE.
UU. durante la Guerra Fría. No pagó sus impuestos entre 1946 y 1955 y
fue investigado por Hacienda (Internal Revenue Service). Tampoco pagó
impuestos estatales (state income taxes), que tenían poco o nada que ver
con la Guerra Fría. Durante los años en que Wilson evadió decenas de
miles de dólares en impuestos, el porcentaje del presupuesto federal
asignado a la defensa nacional se redujo, mientras que el porcentaje de
gastos en programas de bienestar social aumentó.
Finalmente Wilson recibió una pena atenuada: fue puesto en libertad
tras pagar una fianza mucho menor de la que había pedido Hacienda
(25.000 dólares en vez de los 69.000 iniciales) gracias a sus contactos
políticos que Wilson tenía con la administración Kennedy), y evitó la
prisión, a la que podría haber sido condenado por los diez años durante
los que evadió impuestos.
En su ensayo The Cold War and the Income Tax: A Protest (1963),
Wilson argumenta que, como consecuencia de la carrera armamentística
contra la Unión Soviética, las libertades civiles de los norteamericanos
estaban siendo vulneradas, paradójicamente, con la excusa de la defensa
del comunismo. También se opuso a la intervención de los EEUU en la
guerra de Vietnam.
Recientemente la editorial LUMEN ha editado 'Obra selecta' de Edmund Wilson
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